domingo, 25 de enero de 2009

El camino de la pequeñez

“En aquel tiempo, tomando Jesús la palabra, dijo: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11,25-30). No cabe duda de que el camino elegido por el Señor para revelarse a nosotros, para manifestarnos el amor infinito del Padre, pasa a través de la pequeñez, es decir, de la humildad y de la simplicidad. Son precisamente los pequeños, los “pobres de espíritu”, los destinatarios privilegiados de Su anuncio de Salvación: “bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5, 3). Este camino de la pequeñez evangélica causó perplejidad entre los mismos Apóstoles y entre los contemporáneos de Jesús. No podían imaginar que el Altísimo Señor se abajara hasta lo inverosímil, asumiendo la naturaleza humana, “la condición de siervo” (Fil 2,7) y compartiendo nuestro condición en todo, excepto en el pecado. Muy bien lo entiende San Pablo cuando afirma: “Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte” (1Cor 1, 27). En la pequeñez y en la simplicidad, la mirada se disuelve en aquello que parece grandioso, estupefaciente, fuerte y poderoso, y se dirige a lo que se presenta pobre y humilde, simple y manso. En la cotidianidad de nuestra existencia humana, si queremos estar entre aquellos que son capaces de acoger el Reino de Dios, entre aquellos que aprenden de Jesús, entonces debemos asumir un pensamiento, un estilo de vida, un actuar conformado a la pequeñez evangélica, de otro modo quedaremos “fuera”: “si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt 18,3).

“En aquel tiempo, tomando Jesús la palabra, dijo: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11,25-30). No cabe duda de que el camino elegido por el Señor para revelarse a nosotros, para manifestarnos el amor infinito del Padre, pasa a través de la pequeñez, es decir, de la humildad y de la simplicidad. Son precisamente los pequeños, los “pobres de espíritu”, los destinatarios privilegiados de Su anuncio de Salvación: “bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5, 3). Este camino de la pequeñez evangélica causó perplejidad entre los mismos Apóstoles y entre los contemporáneos de Jesús. No podían imaginar que el Altísimo Señor se abajara hasta lo inverosímil, asumiendo la naturaleza humana, “la condición de siervo” (Fil 2,7) y compartiendo nuestro condición en todo, excepto en el pecado. Muy bien lo entiende San Pablo cuando afirma: “Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte” (1Cor 1, 27). En la pequeñez y en la simplicidad, la mirada se disuelve en aquello que parece grandioso, estupefaciente, fuerte y poderoso, y se dirige a lo que se presenta pobre y humilde, simple y manso. En la cotidianidad de nuestra existencia humana, si queremos estar entre aquellos que son capaces de acoger el Reino de Dios, entre aquellos que aprenden de Jesús, entonces debemos asumir un pensamiento, un estilo de vida, un actuar conformado a la pequeñez evangélica, de otro modo quedaremos “fuera”: “si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt 18,3).


El verdadero discípulo de Cristo debe subir los escalones de la humildad, solamente así no será arrastrado por el espíritu contrario. Jesús es claro, como siempre, también sobre este punto: “yo les digo que no hagan frente al que les hace mal: al contrario, si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la otra. Al que quiere hacerte un juicio para quitarte la túnica, déjale también el manto; y si te exige que lo acompañes un kilómetro, camina dos con él. Da al que te pide, y no le vuelvas la espalda al que quiere pedirte algo prestado. Ustedes han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo (Mt 5, 39-45).

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