Ana Perrin se dirigió a la cocina. Buscó un cuchillo grande, pero no lo encontró. Buscó una escoba o un palo de amasar; tampoco los encontró. Entonces se fijó en la olla. Estaba llena de agua, y el agua hervía a borbotones.
Ana, de treinta y siete años, de Exeter, Inglaterra, agarró la olla con las dos manos y de pronto la vació toda sobre los pantalones de Lee Roberts, su huésped de diecinueve años. ¿La razón del hecho? El joven había cometido abusos deshonestos con una hijita de la mujer. La hijita tenía cinco años.
«Lo que esta mujer hizo —dijo el juez Jonatán Clarke— es justicia humana a secas. Pero de todos modos, debo condenarla a dos años de cárcel.»
Amigo, muchas veces se producen casos como éste. Una madre, cuya hijita ha sido víctima de violación por parte de un vil delincuente, hace justicia con su propia mano. Arroja agua hirviente sobre la parte del cuerpo del hombre que ella considera más responsable.
Pero aún hay algo peor que eso , ¡Cuántas veces cuando nos damos el lujo de ejercer el rol de JUECES, de INQUISIDORES; CARNE DE PECADO… ¡CONDENANDO A CARNE DE PECADO!; PALADINES DE NUESTRA PROPIA JUSTICIA (la cual es como trapos de inmundicia ante la Suprema Santidad del Único y Verdadero Juez de todos los seres creados), habremos hecho afrenta del Santo Nombre de Dios…!
Hay casos en los cuales el pueblo sabe hacer justicia. Pero las leyes humanas actuales, las que se usan en el ejercicio de la actual jurisprudencia, NO permiten actos de condena ni mucho menos de ajusticiamiento popular (por parte de muchos, o unos cuantos…). Si las leyes humanas se reservan ese derecho, ¡Cuanto más las LEYES DIVINAS, que verdaderamente SI tienen su razón!”.
No importa quién tenga el derecho de administrar el juicio —si los gobiernos, los jurados, los jueces, los grupos, o si la persona ofendida—, sino que tarde o temprano ese castigo, llega. La sabia ley divina que dice: “Cada uno cosecha lo que siembra” (Gálatas 6:7) se cumple de modo inexorable. El mal que hacemos a otra persona nos perseguirá toda la vida.
Todo lo que hacemos, decimos, tramamos, maquinamos, e incluso cuando sólo lo deseamos o pensamos en contra de otra persona (la cual es la imagen y semejanza del mismísimo Dios Viviente, pues es la obra creadora de sus manos), se nos revertirá ineludiblemente con la contundente e implacable, pero justa disciplina de Dios, pues como El mismo lo dice en su palabra: “Mía es la venganza; yo pagaré…” (Heb 10 : 30)
Sin embargo, como todos hemos cometido nuestras propias fechorías, ¿quién entonces podrá vivir en paz?
He aquí el misterio de la gracia de Dios. Él, Dios, mediante nuestro arrepentimiento, no sólo nos perdona sino que también transforma nuestro corazón. Vemos aún a nuestros enemigos con corazón arrepentido, con perdón y con amor, y lo primero que queremos hacer es estar en armonía con aquellos a quienes hemos ofendido. Esta es una experiencia inexplicable pero cierta, y nos puede ocurrir a nosotros. Amigo, como hermano en Cristo le extiendo esta petición, Entreguemos nuestra vida a Jesucristo hoy mismo y vivamos en la paz que Él quiere darnos.
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