El temblor de tierra fue corto, de apenas quince segundos; sin embargo a Alejandro Acevedo le pareció una eternidad.
Todo a su alrededor se movía como si las paredes de hormigón fueran de papel. El cuadro que adornaba la sala principal, en cuyo fondo se apreciaba una casita de madera junto a un lago y una cascada que se precipitaba desde las montañas, cayó al suelo. Su protección de vidrió se fragmentó en mil pedazos. Igual el reloj de pared y algunos enseres domésticos que comenzaron a moverse como si cobraran vida.
El calendario marcaba el 4 de Febrero de 1976. En esos breves instantes razonó que la situación era grave. A través del inmenso ventanal del apartamento vio las calles. Las gentes corrían de un lado a otra presas del pánico y la desesperación. En el parquecito cercano alguien levantaba sus manos al cielo de rodillas, llorando. Más allá una mujer abrazaba a sus dos pequeños hijos. La mayoría pensó que había llegado el fin del mundo.
Alejandro entendió que perder la calma era lo peor que podía hacer. Se dirigió tan rápido como pudo a su habitación, sacó una Biblia y ya iba de salida cuando el temblor comenzó a ceder. ¿Su propósito? Estar cerca de Dios en esos segundos que bien pudieron ser los últimos de su existencia.
¿Qué hacer en las crisis?
Cuando todo alrededor se derrumba, en esos períodos de crisis que no son ajenos a nadie, la mejor iniciativa es guardar la calma.
No ganamos nada con desesperarnos, por el contrario, podemos dimensionar y agravar los problemas. Un segundo paso estriba en pensar cómo podría resolverse el conflicto y, la tercera recomendación, es reconocer que Dios puede ayudarnos a sobreponernos a cualquier situación que enfrentemos, por difícil que parezca.
En la Biblia leemos:
“Dios es nuestro amparo y fortaleza, Nuestro pronto auxilio en las tribulaciones. Por tanto, no temeremos, aunque la tierra sea removida, Y se traspasen los montes al corazón del mar; Aunque bramen y se turben sus aguas, Y tiemblen los montes a causa de su braveza.”
Salmos 46:1-3.
El texto nos plantea que el Señor es Aquél en quien podemos ampararnos y obtener la fuerza suficiente y necesaria para salir airosos, en victoria, sin que nuestros pensamientos y emociones resulten golpeadas por la amargura, la tristeza o el resentimiento. Si en medio de los tropiezos y obstáculos de la cotidianidad depositamos nuestra confianza en Dios, nada podrá robarnos la paz.
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