sábado, 31 de enero de 2009

Cuando pierdes un ser querido


Dios mío, te has llevado la persona que más amaba en este mundo; pero tú lo has querido así, cúmplase en todo tu santísima voluntad. El gran consuelo que me queda es la esperanza de que tú la hayas recibido en el seno de tu misericordia, y que te dignarás algún día unirme con él (ella).
Si la entera satisfacción de sus pecados lo (la) detienen aún en las penas sin que haya ido todavía a reunirse contigo, yo te ofrezco por él (ella) todas mis oraciones y buenas obras, principalmente mi resignación ante esta pérdida; haz, Señor, que esta resignación sea entera y digna de ti.
Amén.


Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás
Juan 11, 25-26



PALABRA DE DIOS

Jesús se compadece de quien pierde un ser querido

“A continuación (Jesús) se fue a una ciudad llamada Naín. Iban con él sus discípulos y una gran muchedumbre. Cuando se acercaba a la puerta de la ciudad sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; la acompañaba mucha gente de la ciudad. Al verla, el Señor tuvo compasión de ella y le dijo: «No llores.» Y, acercándose, tocó el féretro. Los que lo llevaban se pararon, y él dijo: «Joven, a ti te digo: Levántate.» El muerto se incorporó y se puso a hablar, y él se lo dio a su madre.” Lucas 7, 11-15


Resurrección de Lázaro

“Había un enfermo, Lázaro, de Betania, pueblo de María y de su hermana Marta. María era la que ungió al Señor con perfumes y le secó los pies con sus cabellos; su hermano Lázaro era el enfermo. Las hermanas enviaron a decir a Jesús: «Señor, aquel a quien tú quieres, está enfermo.» Al oírlo Jesús, dijo: «Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.»
Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro.

Cuando se enteró de que estaba enfermo, permaneció dos días más en el lugar donde se encontraba. Al cabo de ellos, dice a sus discípulos: «Volvamos de nuevo a Judea.»” (Luego dijo Jesús): “«Nuestro amigo Lázaro duerme; pero voy a despertarle.» Le dijeron sus discípulos: «Señor, si duerme, se curará.» Jesús lo había dicho de su muerte, pero ellos creyeron que hablaba del descanso del sueño. Entonces Jesús les dijo abiertamente: «Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que creáis. Pero vayamos allá.»

Entonces Tomás, llamado el Mellizo, dijo a los otros discípulos: «Vayamos también nosotros a morir con él.» Cuando llegó Jesús, se encontró con que Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro. Betania estaba cerca de Jerusalén como a unos quince estadios, y muchos judíos habían venido a casa de Marta y María para consolarlas por su hermano. Cuando Marta supo que había venido Jesús, le salió al encuentro, mientras María permanecía en casa. Dijo Marta a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero aun ahora yo sé que cuanto pidas a Dios, Dios te lo concederá.» Le dice Jesús: «Tu hermano resucitará.» Le respondió Marta: «Ya sé que resucitará en la resurrección, el último día.» Jesús le respondió: «Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?»

Le dice ella: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo.» Cuando María llegó donde estaba Jesús, al verle, cayó a sus pies y le dijo: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto.» Viéndola llorar Jesús y que también lloraban los judíos que la acompañaban, se conmovió interiormente, se turbó y dijo: «¿Dónde lo habéis puesto?» Le responden: «Señor, ven y lo verás.» Jesús derramó lágrimas. Los judíos entonces decían: «Mirad cómo le quería.» Pero algunos de ellos dijeron: «Éste, que abrió los ojos del ciego, ¿no podía haber hecho que éste no muriera?» Entonces Jesús se conmovió de nuevo en su interior y fue al sepulcro. Era una cueva, y tenía puesta encima una piedra. Dice Jesús: «Quitad la piedra.» Le responde Marta, la hermana del muerto: «Señor, ya huele; es el cuarto día.» Le dice Jesús: «¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?» Quitaron, pues, la piedra. Entonces Jesús levantó los ojos a lo alto y dijo: «Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía yo que tú siempre me escuchas; pero lo he dicho por estos que me rodean, para que crean que tú me has enviado.»

Dicho esto, gritó con fuerte voz: «¡Lázaro, sal afuera!» Y salió el muerto, atado de pies y manos con vendas y envuelto el rostro en un sudario. Jesús les dice: «Desatadlo y dejadle andar.»” Juan 11, 1-7.11-27. 32-44


Esperando una vida mejor

“Por eso no nos desanimamos; al contrario, aunque nuestra condición física se vaya deteriorando, nuestro ser interior se renueva de día en día. Porque momentáneos y leves son los sufrimientos que, a cambio, nos preparan un caudal eterno e insuperable de gloria; a nosotros que hemos puesto la esperanza, no en las cosas que se ven, sino en las cosas que no se ven, pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas.

Sabemos, en efecto, que aunque se desmorone esta tienda que nos sirve de morada en la tierra, tenemos una casa hecha por Dios, una morada eterna en los cielos, que no ha sido construida por mano de hombres. Y por eso precisamente suspiramos, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra morada celestial, con tal que en ese momento estemos vestidos y no desnudos. Porque los que vivimos en esta tienda terrestre suspiramos angustiados, pues no queremos ser despojados, sino más bien ser revestidos, para que lo mortal sea absorbido por la vida. Y el que nos ha preparado para ese destino es Dios, el mismo que nos ha dado como garantía el Espíritu.

Así pues, en todo momento tenemos confianza y sabemos que, mientras habitamos en el cuerpo, estamos lejos del Señor, y caminamos a la luz de la fe y no de lo que vemos. Pero estamos llenos de confianza y preferimos dejar el cuerpo para ir a habitar junto al Señor. Sea como sea, en este cuerpo o fuera de él, nos esforzamos en agradarle, ya que todos nosotros hemos de comparecer ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba el premio o el castigo que le corresponda por lo que hizo durante su existencia corporal.”
2ª Corintios 4, 16 – 5, 10

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