Pues ¿qué gloria es, si pecando sois abofeteados, y lo soportáis? Mas, si haciendo lo bueno sufrís, y lo soportáis, esto ciertamente es aprobado delante de Dios. 1 Pedro 2:20.
Aquel día amaneció triste; más triste que cualquier otro. La densa neblina que envolvía la ciudad parecía el presagio de algo funesto. Por lo menos, a Susana le daba la impresión de que aquel día marcaría su vida para siempre.
El reloj de pared indicaba las tres de la tarde en la escuela donde ella trabajaba. Repentinamente se oyó un rumor lejano, como el lamento triste de muchas voces. A medida que los segundos transcurrían y las cosas empezaban a ser sacudidas, Susana percibió que se trataba de un terremoto.
Lo primero que la joven maestra hizo, instintivamente, fue correr en dirección de los niños, como la gallina busca a sus polluelos para protegerlos. Fue inútil. Los niños, desesperados, no obedecían la voz de la maestra, y corrían como cabritos enloquecidos, de un lado al otro. Los segundos parecían una eternidad, y la tierra temblaba como un gigante herido. Cuando el peligro pasó, solo restó un coro de gritos de dolor y un escenario fúnebre de sangre, cuerpos heridos, y muerte…
Conocí a Susana años después del terremoto. Todavía cargaba en su inconsciente el peso de la culpa; como si ella hubiese sido la causante de aquella tragedia.
-Hice todo lo que pude, pero no logré protegerlos -me dijo, refiriéndose a los seis niños muertos en aquella ocasión.
Y después, con los ojos anegados, me preguntó: -¿Por qué es necesario sufrir en este mundo?
Tal vez, el versículo de hoy sea tu respuesta, Susana. El dolor es una realidad del mundo de pecado en el que vivimos. Puede ser grotesco, irracional e injusto, pero es el pan de nuestro día a día. Sufren los justos, y también los injustos. La diferencia es que el sufrimiento de los justos es gloria. Te purifica, te pule, te limpia; trabaja el bello diamante que se esconde en ti.
Ya el dolor de los injustos no tiene sentido. Es como la herida purulenta, que va destruyendo lenta, imperceptible, pero completamente.
El cristianismo no te protege del dolor; da una nueva orientación a tu sufrimiento. Te hace grande, te ennoblece y te prepara para conquistas más grandes. Solo ten la seguridad de que en el momento del dolor estés en los brazos de Jesús. Pues, “¿qué gloria es, si pecando sois abofeteados, y lo soportáis? Mas, haciendo lo bueno sufrís, y lo soportáis, esto ciertamente es aprobado delante de Dios”.
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