Para todo hay que tener arte, también para mentir. Pero, contrario a lo que sucede con otras artes, a mentir se aprende muy fácilmente, sin grandes esfuerzos; esto, sobre todo, porque la misma sociedad y hasta el ambiente familiar va maleducando desde la niñez para la mentira, creando así una cultura de la mentira. La mentira, más que una excepción, más que hecho ocasional, fruto del miedo, se ha convertido en actitud de vida y en forma patológica de comportamiento humano. No sólo se dice mentira, sino que se “hace” mentira. Es decir, se vive mentirosamente; no sólo se miente para pasar el rato, en forma de chiste, para hacer agradable el momento, sino también con algún interés especial e incluso para hacer daño a otras personas. El mundo del comercio, por ejemplo, está fundado sobre la mentira y triunfa más, quien mejor se especializa en el arte de mentir. Se hacen trampas, se amañan las condiciones de venta, se suben los precios en forma engañosa y se trata de buscar todas las tácticas posibles para hacer “pasar gato por liebre.” El mundo de la política condimenta la mentira con la intriga. Mientras más adulterada se presenta la verdad al público, mayores éxitos políticos se alcanzan. De aquí el recurso a las promesas que nunca se cumplen, el elenco de obras inexistentes presentadas como ya realizadas, la diarrea de palabras para tratar de convencer y la demagogia, en general. Una concepción utilitarista de la vida lleva necesariamente a considerar la mentira, no sólo como algo normal, sino como medio seguro para lograr fines que, de otras formas, no se obtendrían. El principio maquiavélico “el fin justifica los medios” integra el uso de la mentira como un recurso justificado para lograr los resultados deseados, siempre para intereses individuales. La primera escuela de la verdad o de la mentira es la familia. Los padres educan con su vida. Los niños y niñas aprenden espontáneamente sus lecciones. Los sicólogos suelen distinguir dos períodos en el aprendizaje del arte de mentir. En los niños y niñas, la primera etapa corresponde a los siete primeros años de vida, en que la fantasía es muy activa y los lleva a inventar acontecimientos y personajes, con el aplauso inocentón e ingenuo de los padres y familiares. Lo más típico del caso es que el niño o la niña se creen sus propias invenciones y mentiras. A este fenómeno se le suele llamar pseudología fantástica. El segundo período, que se inicia después de los siete años, corresponde a la etapa de la imitación de las mentiras de los adultos. “De tal palo, tal astilla”; de padres mentirosos, saldrán hijos/as que desconocen el valor de la verdad. La persona puede lograr entrenarse tan hábilmente en el arte de hablar mentiras, que puede retornar a la primera etapa, creyéndose ella misma su propia mentira. Bajo esta circunstancia el caso se torna patológico y de difícil curación. En algunas personas las mentiras se vuelven una especie de maña; no pueden hablar sin decir mentiras. Las mañas son malos hábitos que generalmente degeneran en enfermedad, que elimina en el ser humano la dimensión de la verdad. A veces la mentira está muy ligada a los vicios. Quien lleva una vida desordenada, habitualmente dice mentiras: es el precio que tiene que pagar para poder mantener su desorden. Una de las características, por ejemplo, de los adictos a las drogas, es la mentira. Dígase lo mismo de quienes consumen alcohol descontroladamente, quienes juegan por dinero, como de aquellos esposos que son infieles a sus cónyuges. No hay nada que impida más radicalmente la comunicación, el diálogo y la amistad como la mentira. Lo más trágico del caso es que, cuando una persona es sorprendida mintiendo, ya se le cierran las puertas de la confianza, pues, desde ese momento, no se sabe cuándo dice la verdad o cuándo miente. A quien mintió, aunque sea una vez, ya no se le cree con seguridad y confianza; siempre queda, en el fondo, una duda de si realmente dice verdad o mentira. La mentira va atando a la persona en sus mismos engaños. Solamente la verdad nos hace libres y nos capacita para el diálogo franco y amistoso. La cordialidad de la amistad es sólo posible en corazones sin doblez, transparentes. Feliz aquella persona a quien se le puede decir la alabanza que Jesús hizo de Natanael: “He aquí a un israelita de verdad, en quien no hay engaño” (Juan 1,47). Por Padre Luis Rosario
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