"Ya habéis oído decir que el mayor negocio del mundo sería comprar a los hombres por lo que realmente valen, y venderlos por lo que creen que valen. Es difícil la sinceridad. La soberbia violenta, la memoria la oscurece: el hecho se esfuma, o se embellece, y se encuentra una justificación para cubrir de bondad el mal cometido, que no se está dispuesto a rectificar; se acumulan argumentos, razones, que van ahogando la voz de la conciencia, cada vez más débil, más confusa." San Josemaría Escrivá, 24-III-1931. Existe un camino que no es, ciertarmente, el de la salvación, ni el de la felicidad, y por el cual –ello no obstante– solemos adentrarnos los hombres con gran facilidad. Es la ruta del orgullo. Déjame pues, amigo mío, que a propósito de ella, te confíe algún pensamiento y alguna reflexión, de modo que aprendamos juntos a reconocerla desde el primer instante y a evitarla siempre. La ruta del orgullo tiene un principio bastante triste, porque comienza con la negación de Dios en nuestras almas y en nuestras vidas. Alguien ha hecho notar, a este respecto, con gran agudeza, que el ateo y el orgulloso tienen muchos puntos en común. El ateo, en efeeto, se niega a admitir la existencia de Dios al través de la prueba de la creación y de las criaturas; no ve a Dios nuestro Señor en lo creado. Y el orgulloso se niega a reconocer a Dios en su alma y en su vida: no vislumbra a Dios nuestro Señor en los dones de la naturaleza y de gracia que enriquecen su personalidad y fructifican en su vida. Satisfecho de sí mismo El orgullo, en realidad, no es más que una estimación desordenada de las cualidades propias y de los propios talentos. No es más que la idea desmesurada y desordenada que nos hemos formado de nosotros mismos. Cultivamos voluntariamente y con una especie de interior circunspección este alto concepto de nuestro propio ser, y no admitimos ninguna sombra, por pequeña que sea, ni referencia alguna a otras personas y no soportamos ningún reproche o corrección. Atribuimos a nosotros mismos –olvidándonos por completo de Dios nuestro Señor– todo lo que somos y todo lo que valemos. Y al obrar así, excluimos a Dios y a los demás de nuestra vida: tan sólo yo importo, dice obstinadamente el orgulloso, contemplándose complacido y meciéndose con presunción a sí mismo. En las almas que siguen la ruta del orgullo, no encuentran eco alguno aquellas paabras de San Pablo: Quid habes, quod non accepist?, ¿qué tienes de tuyo que no hayas recibido? Y ni siquiera se rinden estas almas ante aquellas otras palabras, que completan el razonamiento del Apóstol: Quid gloriaris quasi non acceperis?, ¿por qué te jactas, como si no hubieses recibido todo lo que posees? Complicados y estrechos Si existe un camino que haga complicadas a las almas, éste es la ruta del orgullo. La ruta del orgullo es un laberinto en el que las almas se desorientan y se pierden. El orgullo destruye la simplicidad de las almas, aquel ser y aparecer sin pliegues –sine plicis– que es una encantadora característica de las personas humildes. ¡Cuántos pliegues se forman, por el contrario, en el alma contaminada por el orgullo! Este pecado capital, en efecto, induce –cada vez más avasalladoramente– a replegarse de continuo sobre sí mismo: a volver infinitas veces y a demorarse con el pensamiento sobre los propios talentos, sobre las propias virtudes, sobre los propios éxitos y sobre aquella cierta ocasión o circunstancia en la que se triunfó. Y esto es el mundo, vacío y mezquino, de la vana complacencia. Falta de gratitud Del mundo interior se pasa al mundo exterior: la ruta del orgullo continúa su progresión implacable. Todo aquello que estas personas han construido dentro de sí, desean ahora edificarlo a su alrededor. Y aunque el Señor dijo: Gloria mea alteri non dabo, no daré mi gloria a otros, el alma orgullosa responde a ese mandato divino apropiándose, posesionándose, de dicha gloria. Esta desgraciada ruta jamás puede pasar por el Señor. Nada ni nadie podrá hacer decir a las almas que han tomado este camino: Gratia Dei sum id quod sum, sólo por gracia divina soy lo que soy. Su mirada y su pensamiento jamás se levantarán, por encima de sus propias cualidades y de sus propios éxitos, hasta Dios nuestro Señor, para darle gracias por su bondad. La mirada y el pensamiento de estas almas se demora siempre a ras de tierra. La ruta del orgullo empieza con la exclusión de Dios y con el repliegue sobre uno mismo. Autosuficientes El horizonte del orgulloso es terriblemente limitado: se agota en él mismo. El orgulloso no logra mirar más allá de su persona, de sus cualidades, de sus virtudes, de su talento. El suyo es un horizonte sin Dios. Y en este panorama tan mezquino ni siquiera aparecen los demás: no hay sitio para ellos. El alma que sigue esta ruta, por el elevado concepto que se ha forjado de sí misma, nunca pide consejo a nadie y de nadie acepta nunca consejos. Se basta a sí misma. Vive aferrada al propio juicio y a la propia voluntad hasta la tozudez, e ignora voluntariamente, hasta el desprecio, cualquier opinión o convicción que no sea la suya. Está por encima de todos El desprecio por el prójimo es, por tanto, una actitud frecuente, y a menudo habitual, en las personas que siguen esta ruta. Se han convertido íntimamente en fariseos y consideran a los demás como publicanos, reproduciendo continuamente en sus vidas la escena y las actitudes de la parábola evangélica: Gratias ago Tibi, quia non sum sicut ceteri hominum, gracias te doy porque no soy como los demás hombres. Los demás existen sólo como término de parangón, para que el orgulloso pueda exaltarse mientras los desprecia. Las personas que van por este camino no soportan que haya nadie superior a ellas. Esta es una posibilidad que no puede verificarse, ni siquiera en el mundo de las hipótesis. Los demás no pueden tener más función que la de exaltar a estas personas: deben estar por debajo de ellas. Los defectos de los demás deben servir para poner en evidencia y para subrayar sus propias virtudes. Los errores de los demás deben servir para poner de relieve su sabiduría y destreza; y la escasa inteligencia ajena, para hacer resplandecer su gran valía. Y aquí está la raíz de las envidias, de los celos y ansiedades que acompañan la vida de todos aquellos que siguen la ruta del orgullo. De la envidia a la hipocresía Pero este desgraciado camino no acaba aquí. De la envidia se pasa a la enemistad. ¡Y cuántas no son las enemistades que tienen su origen –¡extraño origen!– en la envidia! Personas hay que se ven despreciadas, odiadas y combatidas sólo porque son mejores o más ínteligentes que sus perseguidores. Se han hecho culpables del gran delito de ser buenas o inteligentes, o de haber trabajado mucho. Y este delito se combate y se castiga –en la ruta de orgullo– con la frialdad, la enemistad, el silencio y la calumnia. No perder el puesto, no ceder las armas: quien se encamina por esta dirección suele recurrir a la ficción y a la hipocresía. Simula lo que no es, exagera lo que posee. Todo es lícito, todo es bueno, en este maldito camino, a condición de que uno sea el primero y el mejor ante uno mismo y en la estimación de los demás. Humildad de María Para mantenernos siempre lejanos de este camino, y para salir fuera de él si por el nos hubiéramos adentrado, pidamos a la Virgen –Maestra de la humildad– que nos haga comprender que initium omnis peccati est superbia, que el principio de todo pecado es el orgullo.
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