Lo que surge naturalmente en la mente de todos los hombres es una creencia universal profundamente arraigada, de que "alquien tiene que pagar." Perdonar es una solución demasiado sencilla. La ley tiene que ser sangre por sangre. Ojo por ojo. Efectivamente, es fácil arrancar un diente por la pérdida de otro diente. Pero, ¿qué retribución se puede exigir a un hombre que nos ha quebrantado el hogar, o ha engañado a una niña, o nos ha arruinado la reputación? Son muy pocos los pecados por los que se puede exigir pago, y generalmente la victima no tiene los medios para exigir pago, ni está en condiciones de hacerlo. En la mayoria de los casos, hacer restitución del daño está más allá de las posibilidades. Resulta totalmente imposible. Aquí es donde entra la venganza. Si no es posible conseguir pago o restitución plena, por lo menos podemos vengarnos. Podemos pagarle con la misma moneda. Servirle el mismo plato: desquitarnos, en otras palabras. Pero debemos tener presente que al desquitamos nos ponemos a la misma altura de nuestro enemigo. Descendemos a su mismo nivel, y menos aun. Hay un dicho que reza así: "Al hacer un mal nos colocamos por debajo de nuestro enemigo, al vengarnos por un mal nos ponemos a la misma altura, pero al perdonar el mal que nos han hecho, nos colocamos por encima de él". La venganza no solo nos coloca al mismo nivel que nuestro enemigo; resulta peor, porque tiene el efecto del boomerang. El hombre que busca vengarse es como aquel que se pega un tiro con el fin de herir a su enemigo con el culatazo del arma. La venganza es el arma más despreciable de la tierra. Arruina al vengador y al mismo tiempo confirma más aun al enemigo en su mal. Da comienzo a una interminable fuga cuesta abajo por el camino del rencor, de las represalias y la revancha despiadada. Así como la compensación es imposible, la venganza resulta impotente.
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