domingo, 25 de enero de 2009

Lo grandioso de la pequeñez

“Ninguna persona mayor entrará en el Reino de los Cielos. El Divino Salvador lo manifestó de este modo: Si no os hiciereis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos. En esta edad de sofisticación y orgullo, bueno será aprender las ventajas de la pequeñez o humildad.

A fin de ver cualquier cosa grande, se debe ser físicamente pequeño. El mundo de un niño siempre es inmenso.

Elévese esa norma a un nivel superior. Si la pequeñez física es la condición para ver grande al mundo, del mismo modo la pequeñez espiritual o humildad es la condición para descubrir la Verdad y el Amor Infinitos. Ningún hombre descubre algo grande a menos que se vuelva él mismo pequeño. Si magnifica su ego hasta el infinito, nada aprenderá, porque nada hay mayor que el infinito. Si reduce su ego a cero y no es orgulloso ni presumido, entonces descubrirá que todo es grande, aun mayor que él mismo. Su mundo comienza a ser infinito. Para descubrir la vSi una redoma está llena de sal, no puede ser llenada de pimienta. Si estamos saturados con nuestra propia importancia, entonces jamás podremos ser llenados con nada que esté fuera de nosotros mismos. Si un hombre piensa que lo sabe todo, entonces ni siquiera Dios puede enseñarle algo, la verdad, la bondad, la justicia, para descubrir a Dios, se debe ser muy humilde.

El descubrimiento de cualquier verdad requiere docilidad o “docibilidad”. El que piensa que sabe todo, es indocible. Obsérvese cuán calma y pasivamente se comporta un sabio ante la naturaleza. Simplemente: se sienta y mira a la naturaleza, aguarda a que ella le manifieste sus leyes. No dice: “Yo conozco las leyes de la naturaleza, voy a imponer mis leyes a la naturaleza”, sino que, más bien, espera la revelación de la misma. La humildad del sabio ante la naturaleza debe ser la actitud del hombre ante Dios, esperando su Santa Voluntad. La fe procede del oido, de escuchar, lo que también implica que procede de ser un buen oidor, o de no pensar que se tiene ya toda la verdad dentro de sí mismo.



¿Qué es en la humildad lo que corresponde a la infancia? La humildad no es servilismo, no es disposición para ser superado y menospreciado, no es odio de sí mismo, no es auto-menosprecio psicológico, no es deseo de ser colocado en desventaja. Humildad es la virtud que nos dice la verdad acerca de nosotros mismos, cómo es que nos hallamos, no ya ante los ojos de los hombres, sino ante Dios. No es infra-estima; una persona alta no es humilde sí, al ser ponderada por su altura, dice: “¡Oh!, ¡No!, realmente no mido más que un metro y 90 centímetros”; un gran cantor no es humilde cuando manifiesta: ¡No!, mis notas colaterales, son pésimas, pero sería humilde si dijera: “Gracias, pero todas esas cualidades se las debo a Dios”.

La verdad acerca de nosotros mismos puede ser negada de dos maneras: por sobrestimación y por subestimación. Sobrestimamos nuestro valer cuando decimos: “Soy un ciudadano mejor que cualquier otro en esta ciudad”. Por el otro extremo, muchas personas se autocalifican de incapaces e ignorantes a fin de que los demás les digan que son sabios y competentes. En cierta oportunidad escuché una réplica a una persona que continuamente decía de sí que era estúpida, un amigo le espetó: “¿Pero tienes necesidad de mencionar ese hecho?”.

La humildad en relación con el amor significa pensar que otros son mejores que nosotros. Hay en esto una ventaja grande: que nos da algunos ejemplos para imitar. El orgullo por el contrario procura a veces el primer lugar para que los demás puedan exclamar : “¡Oh!, ¡cuánta grandeza!” Pero también, sutilmente, el orgullo puede inducir a ocupar el útlimo lugar para que los demás exclamen: “¡Cuánta humildad!”

¿Por qué es que los pordioseros y mendigos utilizan siempre, para pedir limosna, latas metálicas? Porque esas latas, con su sonido al caer la moneda, favorecen la vanidad del donante que desea oir y hacer oir la resonancia de su generosidad. En las iglesias utilizamos bolsas de género o de felpa, porque la gente debe procurar evitar la resonancia de su don, que tan sólo debe ser conocido por Dios.

El orgullo se infiltra hasta en la gente llamada “piadosa”, que se jacta de su piedad. Una vez oí un relato muy interesante referente al Padre Vaughan. Era este un gran predicador que vivió en Inglaterra durante la pasada generación. Cierto día viajaba en el piso superior de un ómnibus londinense, e iba leyendo su Breviario. El Breviario es un libro de oraciones que los sacerdotes debe rezar todos los días, y en su mayor parte se compone de selecciones del Antiguo y Nuevo Testamento, de vidas de Santos, himnos y oraciones. El cumplimiento de esta obligación requiere aproximadamente una hora diaria.
El Padre Vaughan leía, como dijimos, sentado en el primer piso del ómnibus y alguno que estaba sentado cerca de él dijo en voz alta, a fin de que todos los circunstantes pudieran oírle: ¡Fíjense en ése!, es el gran Padre Vaughan que viaja en la imperial de los ómnibus, saca a relucir un libro de oraciones y reza de modo que todos se den cuenta y piensen que es una excelente persona”, y continuó diciendo: “Cuando yo rezo, sigo el consejo de las Escrituras: cierro la puerta de mi casa, me oculto en mi habitación y rezo estando solo con el Padre”.
El sacerdote le replicó: “Y luego… se sube a la imperial de un ómnibus londinense, y lo proclama ante todo el mundo…”

El espíritu de crítica es otro fruto del orgullo. La gente muy orgullosa suele tener en su interior muchos desaciertos, egoísmos y presunción. Como resultado de todo ello su conciencia les hastía, les molesta, a causa de su culpabilidad sumergida, que se niegan a extraer y enfrentar. En lugar de criticarse a sí mismas, que es lo que deberían hacer, proyectan su crítica en los demás; reforman a los otros en lugar de reformarse a sí mismos, notan la paja en el ojo ajeno y no ven la viga en el propio. ¿Por qué es que tantos diarios y revistas se especializan en relatos de asesinatos, de adulterios infidelidades y traiciones?, porque cuando los lectores leen acerca de un robo o un hurto u otra acción indebida, pueden decirse: “Yo no soy malo como éstos, en realidad… soy bastante bueno”. Establecen comparaciones y se consuelan viendo que son mejores que sus prójimos. Abrahan Lincoln entraba en cierta oportunidad en un hospital, y un joven que venía apresuradamente sin fijarse en los demás tropezó con él y lo derribó al suelo. El agreso se defendió, sin ser atacado, diciendo: “¡ Usted… tonto patilargo!, ¿por qué no se aparta del camino de la gente?”, Lincoln, buen conocedor de la naturaleza humana, lo miró fijamente y le preguntó al jovenzuelo: “Muchacho, ¿qué es lo que le perturba en su interior?”

El dios moderno puede ser el ego, el uno mismo. Esto es ateísmo. El orgullo es desordenado amor de sí, la exaltación del propio ser, condicional y relativo, a lo absoluto. Pretende gratificar la sed de infinto atribuyendo a la finitud de sí pretensiones de divinidad. En algunos, el orgullo ciega al propio ser en su debilidad y se convierte en orgullo externo, exhibicionista; en otros reconoce su propia debilidad y la supera mediante una auto exaltación que se transforma en “orgullo frío”. El orgullo mata la docilidad y hace que el hombre sea incapaz de ser ayudado por Dios. El limitado conocimiento de la escasa mente pretende ser final y absoluto. Frente a otra mentes o entendimientos recurre a dos técnicas: la de la omnisciencia, por la que procura convencer a otros de cuánto sabe, o la técnica de la nesciencia, por la que procura convencer a los demás de cuán poco es lo que ellos saben. Cuando ese orgullo es inconsciente, se vuelve casi incurable, porque identifica a la verdad con su verdad. El orgullo es una admisión de debilidad, teme secretamente toda competencia y se asusta ante todos los rivales. Raramente se cura cuando la persona es vertical, o sea: sana y próspera; pero puede ser curado cuando el que lo sufre se halla horizontal, o sea: enfermo, desilusionado. Ésta es la razón por la cual son necesarias las catástrofes en una era de orgullo; para lograr que los hombres vuelvan a Dios y se obtenga la salvación de sus almas.

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