domingo, 18 de enero de 2009

La Solidaridad

Determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común;
es decir, por el bien de todos y cada uno, ya que todos somos verdaderamente responsables de todos.
La solidaridad es uno de los principios básicos de la concepción cristiana de la organización social y política, y constituye el fin y el motivo primario del valor de la organización social. Su importancia es radical para el buen desarrollo de una doctrina social sana, y es de singular interés para el estudio del hombre en sociedad y de la sociedad misma.



«La culpa de las estrecheces actuales... deriva de la falta de solidaridad de los hombres y de los pueblos entre sí». El supuesto bienestar que logran los hombres cuando, a fuerza de derribar a los otros, de utilizarlos como simples escalones para subir al éxito, de olvidarlos en la desdicha, de ignorarlos en la pobreza, de sumirlos en la ignorancia, es sólo una desdichada farsa de poder y comodidad que tiene sumida a la sociedad en un estancamiento fétido de intereses personales que ha relegado al olvido la confianza entre los hombres. El desarrollo momentáneo que consiguen los países cuando explotan a otros, o dejan de ayudarles, o propician su subdesarrollo, o se enfrentan en guerra y vencen, es sólo un espejismo efímero de bienestar material, pervertido de egoísmo y deshumanización.
¿Acaso no es obvio al ojo observador que la falta de solidaridad no conduce a otra cosa que al aletargamiento de la civilización y la falta de desarrollo conjunto de todos los hombres? La falta de solidaridad no sólo afecta a los necesitados, o a los países en desarrollo, o a los ignorantes. La falta de solidaridad se revierte en contra nuestra, y nos afecta tan directamente como a los más necesitados. Ser solidarios con los demás, podemos decir, es ser solidarios con nosotros mismos, pero de una manera genuina, legítima. Preocuparnos por nosotros y por los nuestros es lícito, pero no a costa de los demás, sino de la mano de los demás, colaborando con el desarrollo de todos.
Primero en la familia, luego en la comunidad; más tarde en la sociedad o más allá de nuestras fronteras. El desarrollo de todos es también mi desarrollo; el bien de todos es también mío.
La solidaridad debe ser verdadera, tangible, cierta. Debe ser activa, perseverante, constante. «No es posible confundirla con un vago sentimiento de malestar ante la desgracia de los demás. (…) La solidaridad, en el compromiso del hombre y de la mujer, es un servicio a aquellos cuyas vidas y destinos están ligados estrechamente entre sí». La solidaridad es entrega y, por tanto, diametralmente opuesta al deseo egoísta, que impide el verdadero desarrollo.



La solidaridad es unión, mientras que el egoísmo es aislamiento. La solidaridad favorece el desarrollo; el egoísmo, la pobreza. La solidaridad aprovecha los bienes, los distribuye, los comparte, los multiplica; el egoísmo, los corrompe, los hace estériles, los pervierte para hacer de los bienes plataformas de podredumbre, de riquezas desbordantes de inutilidad y vergüenza.




Esa solidaridad; esa disposición permanente de colaborar con el bien común; la misma que une, hermana y desarrolla a los hombres, no es algo extraño a nosotros, ni es un ideal inalcanzable, no. La solidaridad es parte de nosotros, está en la naturaleza misma del ser humano y se relaciona directamente con su también naturalísima tendencia social.
Es este sentido, podemos decir que las tendencias humanas que se oponen a la solidaridad son no sólo negativas, sino también antinaturales; son señales patológicas en una persona que no reconoce la dignidad de la persona humana ni se ha dado cuenta, ciego de avaricia, de que todos somos verdaderamente responsables de todos. Así como la solidaridad nos humaniza; la falta de ella nos pervierte, nos aleja, nos hace negar nuestra propia naturaleza.
Oponerse a la solidaridad es oponerse a la naturaleza social del hombre, y equivale a afirmar que uno es autosuficiente, que no necesita de otros, que los otros no le merecen, que no le debe nada a nadie. No escuchar el llamado a la solidaridad es una acción que desvirtúa al ser humano para convertirlo en un ser solitario, egoísta; fuera de la realidad; lejano de los otros hombres, duro de corazón: profuso para exigir, pobre para ofrecer. Querer olvidar la solidaridad y observar con los brazos cruzados las necesidades de los que nos rodean es un síntoma de un profundo egoísmo, una irreparable ceguera o una asombrosa ingratitud.
El ser humano es un ser social: necesita de otros y los otros necesitan de él. Con esto, ¿quién puede negar la necesidad inmediata de la solidaridad verdadera en todos los hombres? Ya sean jurídicos, ya sean filosóficos, ya sean morales los argumentos que se esgriman a favor de ella, cualquier hombre que acepte a la justicia como la constante y perpetua disposición de dar a cada quien lo que por derecho le corresponde sabrá, por lo mismo, observar en la solidaridad una verdadera exigencia de la justicia misma y un llamado urgente de caridad universal.



Francisco Pimentel Ruiz.

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